Cuando pensamos en narrativa, solemos irnos a personajes, escenarios, diálogos o giros sorprendentes. Pero hay un elemento silencioso que lo sostiene todo: el conflicto. Sin conflicto, no hay historia, solo una sucesión de hechos planos, sin tensión ni, por lo general, interés. El conflicto es la chispa que enciende la trama, lo que empuja a los personajes a actuar y lo que nos mantiene, como lectores o espectadores, enganchados hasta el final.
Cómo funciona: deseo, obstáculo y viaje
En esencia, una historia es alguien que quiere algo y encuentra obstáculos para conseguirlo. Puede ser tan grandioso como Frodo tratando de destruir el Anillo Único en El Señor de los Anillos o tan íntimo como un adolescente intentando encajar en el instituto. El conflicto aparece cuando surge una fuerza contraria a ese deseo: un enemigo, una norma social, una circunstancia vital o incluso el propio miedo del protagonista. Ese choque convierte la narración en un viaje. Si todo saliera rodado, el relato terminaría en pocas páginas; el conflicto, en cambio, abre caminos, plantea preguntas y genera tensión dramática.
Durante siglos se simplificó el conflicto en «protagonista contra antagonista», pero la realidad es más rica y, a menudo, se entremezclan varias tensiones a la vez:
- Persona vs. persona: el pulso clásico (Holmes vs. Moriarty; Harry Potter vs. Voldemort).
- Persona vs. sociedad: el individuo frente a reglas injustas (Winston en 1984; Katniss en Los juegos del hambre).
- Persona vs. naturaleza: sobrevivir es el centro (de Moby Dick a Náufrago).
- Persona vs. sí misma: la batalla interior, quizá la más profunda (Hamlet en su duda; Raskólnikov torturado por la culpa en Crimen y castigo).
Cada forma abre un matiz distinto y, lo importante, revela quién es el personaje cuando el deseo tropieza con la resistencia.
Lo que revela: espejo humano, visible e invisible
Nos atraen los conflictos narrativos porque reflejan los nuestros. No viajamos con Ulises por las sirenas o los cíclopes en sí, sino por la lucha de alguien que quiere regresar a casa, superar pruebas y reencontrarse con lo perdido. Los relatos que nos marcan suelen esconder un conflicto universal: libertad, amor, justicia, identidad, miedo a la muerte.
No hace falta un apocalipsis para conmover. Kafka lo demuestra en La metamorfosis: un hombre amanece convertido en insecto y descubre que la fricción más dura no es la transformación física, sino la incomodidad, el rechazo y la incomprensión de su familia. Lo extraordinario funciona como metáfora de lo cotidiano: ¿qué ocurre cuando dejas de encajar en tu entorno?
También hay historias donde «no pasa nada»… en apariencia. En la narrativa contemporánea abundan los conflictos invisibles: laten en la atmósfera, en los silencios. En La carretera, de Cormac McCarthy, el pulso no es solo la supervivencia: es sostener un hilo de humanidad en un mundo devastado. En muchos relatos de Alice Munro, la tensión es emocional, mínima, escondida en un gesto o en una pausa, pero nos zarandea igual.
La dosis justa: ritmo, calma y transformación
Un relato sin conflicto aburre; uno con tensión continua satura. La artesanía del narrador pasa por dosificar: levantar picos de intensidad y conceder pausas para respirar. Jane Austen domina ese vaivén: sus conflictos sociales y amorosos avanzan en un equilibrio de tensiones y alivios. En el cine de acción bien narrado, cada estallido se prepara con un instante de calma que hace que el golpe importe.
Y no se trata solo de ganar el conflicto. Lo decisivo es cómo transforma a los personajes. Luke Skywalker no es el mismo al final de Star Wars, ni Elizabeth Bennet al cerrar Orgullo y prejuicio. El conflicto obliga a crecer, a cuestionarse, a evolucionar. Ahí está el núcleo del buen relato: el viaje interno que acompaña (y da sentido) al espectáculo exterior.
Conclusión: tensar la cuerda sin romperla
El conflicto es el corazón de la narrativa. Da igual si se libra contra dragones o contra dudas íntimas, si estalla en la plaza del pueblo o en una cocina en silencio: sin él, la historia no respira. Contar bien es tensar la cuerda lo suficiente para mantener la atención, pero no tanto como para que se rompa. Un buen conflicto nos empuja a seguir, nos hace pensar y, sobre todo, nos recuerda que leer o ver historias es otra manera —bastante segura y profundamente humana— de vivirlas.
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