Sábado. 18:36. Estoy en el sofá, cubierta con una manta y emociones contradictorias. Llevo seis capítulos seguidos de una serie que no mencionaré por respeto a los que aún creen en la moderación. Acaba de morir un personaje que llevaba tres temporadas esquivando la guadaña con más éxito que algunas editoriales esquivan pagar a tiempo.
Y entonces suena el móvil.
No uno de esos mensajes pasivo-agresivos por correo. No. Una llamada. De uno de esos clientes: importantes, intensos y con la capacidad sobrenatural de presentarse mentalmente en tu casa cada vez que su nombre aparece en la pantalla.
Contesto. Claro que sí. Porque una es profesional. O adicta a los sobresaltos, aún no lo tengo claro. Lo que sale de mi boca no es un «hola» cordial, sino una especie de susurro tembloroso:
—No puede ser que lo hayan matado…
Silencio al otro lado.
—¿Perdón?
Respondo como si nada. Profesionalidad de gala, aunque por dentro yo seguía en el campo de batalla de la ficción
—Perdón, decía… Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarte?
El cliente ignora el desliz, o decide que es mejor fingir que ha oído mal. Me lanza una retahíla de frases subordinadas, el equivalente verbal a una ristra de fuegos artificiales mal sincronizados. Cada nueva cláusula arrastra consigo una petición, una duda, un «esto no lo había entendido así», un «¿crees que podríamos reestructurar todo el capítulo tres y quitarle un poco de ese tono tan… editorial?».
Mientras tanto, en la pantalla —en silencio, porque yo sí tengo sentido del deber— el capítulo sigue. Veo de reojo a otro personaje sacar un cuchillo. No sé si va a morir, matar o pelar una manzana. Y no puedo concentrarme. Ni en la trama de la serie ni en la del manuscrito.
Me doy cuenta de que he dejado de escuchar. El cliente sigue hablando, pero yo estoy descifrando en paralelo si esa coma en el párrafo cuatro debería ir realmente ahí. O si estoy teniendo una alucinación gramatical provocada por el hambre emocional que me dejan los personajes ficticios. Y aquí estamos.
Al final de la llamada, prometo enviar una propuesta el lunes. El cliente cuelga satisfecho. Yo vuelvo al capítulo.
El cuchillo era para pelar una manzana.
Y yo, para variar, he vuelto a ser una profesional con vocación doble: correctora textual y mártir emocional de la multitarea.
Más de Lia Troth próximamente.
(O no. Depende de cómo acabe el próximo encargo).