A veces la vida se empeña en llenar de paradojas mi vida. Como el hecho de que, siendo correctora de textos, tenga una muletilla insoportable que no puedo dejar de repetir (y que no voy a desvelar). O que, a pesar de ser traductora de inglés e italiano al español y manejar las palabras con precisión quirúrgica, viva con el peso de saber que nunca hay una traducción perfecta. O que, aunque amo la lectura, después de pasar horas puliendo textos ajenos, lo último que quiero hacer al final del día es abrir un libro por placer.
Soy una mujer (por eso me refiero a mí en femenino); ya pasé los cincuenta, dignamente además; tengo el aplomo de quien ha hecho de la independencia su forma de vida. Trabajo por mi cuenta en una pequeña oficina alquilada en un edificio de Madrid, al que llego cada día recorriendo treinta kilómetros desde las afueras, a lomos de mi BSA Gold Star negra con detalles plateados. Si hay que madrugar, al menos que sea con el viento golpeándome la cara y el rugido del motor recordándome que estoy viva (y un frío helador o un calor abrasador, según toque).
Soy autónoma (¿ya lo he dicho?). Es decir, soy mi propia jefa, mi empleada, mi departamento de recursos humanos, mi contabilidad y, en los días malos, la que se da ánimos frente al ordenador cuando el cansancio y los plazos de entrega se alían en mi contra. Corregir y traducir no es solo lo que hago; es lo que soy. Vivo de detectar errores, de pulir lo que otros escriben y de trasladar ideas de un idioma a otro sin que pierdan su esencia. Aunque me encanta mi trabajo, también me ha convertido en una persona ligeramente insoportable cuando leo mensajes, carteles o cualquier cosa escrita con prisa. Y aquí estamos.
Soy correctora y traductora, lo que significa que mi vida gira en torno a los textos, las palabras y, en muchas ocasiones, las comas mal puestas que amenazan con arruinar una idea brillante. Soy adicta al café. No lo digo como un cliché de alguien que trabaja con palabras: si el café desapareciera de la faz de la Tierra, probablemente dejaría esta profesión y me dedicaría a cultivar granos de café en un intento desesperado por devolverlo al mundo. Bueno, no sé si tanto, pero la idea no me parece tan descabellada… o sí. Y aquí estamos.
No me sobra el tiempo libre. Entre encargos de corrección, traducciones, plazos ajustados y algún que otro cliente que recuerda a última hora que necesita mi trabajo «para ayer», mi agenda no da tregua. Pero cuando logro arrancarle unas horas al reloj, las invierto en hacer deporte. Y no un poco de ejercicio para mantener la línea, no. Obsesión es la palabra justa. Entrenamientos exigentes, kilómetros de carrera, sesiones de fuerza, sudor a chorros y esa satisfacción casi adictiva de llevar el cuerpo al límite. Lo que no consigo con el ejercicio, lo soluciono con café. Y té. O ambos. Vaya, otra obsesión.
Nací en España, sin embargo, mi sangre es un cóctel cultural que explica muchas cosas: mi madre irlandesa me transmitió un humor mezcla de ironía y de acidez; mi padre, nacido en Detroit, me enseñó que la independencia es un derecho y una responsabilidad. Me llamaron Lia: Lia Troth. Pasé mi infancia en la Toscana, rodeada de paisajes de postal y de un idioma que uso a diario en mi trabajo. Regresé a España con veinte años, lista para enfrentarme al mundo.
¿Contacto social? Digamos que no es lo mío. No soy antisocial, pero tampoco disfruto del teatro de las relaciones superficiales. Prefiero un buen café a una conversación insustancial. Y aunque vivo sola, no estoy sola. Me gusta así: mi espacio, mi tiempo, mi manera de organizar la vida sin tener que negociar con nadie más que conmigo misma (y con mi tentación de procrastinar, claro).
Tengo un sentido del humor afilado, una paciencia selectiva y una relación amor-odio con los errores tipográficos. No soporto las faltas de ortografía… salvo cuando se trata de mi propia muletilla, ahí me traiciona el subconsciente. Lo peor es que lo sé. Y me atormenta. Y aquí estamos, ¿qué le voy a hacer? Nadie es perfecto, ni siquiera alguien que se gana la vida perfeccionando los textos de los demás.
Y quizá lo más llamativo de mí sea que, en medio de todo ese control, esa autoexigencia y de ese gusto por hacer las cosas a mi manera, aún dejo espacio para lo inesperado. Un viaje improvisado, una ruta en moto sin destino fijo, un libro que, contra todo pronóstico, me atrapa y me roba horas de sueño. Porque, aunque la rutina tenga garras bien afiladas, siempre hay un resquicio para el caos. Y a mí, en el fondo, me gusta que así sea.
Así que… si han llegado hasta aquí sin bostezar ni revisar mentalmente su última publicación por miedo a que le encuentre errores, les doy la bienvenida. No soy la persona más relajada del mundo, ni la más sociable, pero si hay algo en lo que pueden confiar es en mi compromiso con el lenguaje. Y en mi amor por el café. Y en mi obsesión por el ejercicio físico. Y por el té…
Encantada de conocerlos…
Más de Lia Troth próximamente.
(O no. Depende de cómo acabe el próximo encargo).