El punto y coma: ese gran desconocido

Ayer, a las 21:47, recibí un mensaje urgente: «¿Podrías corregir este manuscrito para mañana?». Suspire, dije que sí y abrí el archivo. Y ahí estaban: páginas enteras sin un punto y coma a la vista. Me imagino al autor pensando: «¿Para qué complicarse?».

No eran más que cincuenta páginas, pero el abismo de la ausencia de puntuación convertía esas páginas en volúmenes enciclopédicos escritos en gaélico manés. Sin querer exagerar…

Y aquí estamos.

Horas después, me encontraba en una batalla campal con frases eternas y enumeraciones que pedían a gritos un respiro. Mientras ajustaba las pausas y devolvía el orden al caos, me hice una promesa: si en mi próxima vida trabajo con textos, será en una biblioteca silenciosa, lejos de correcciones exprés y autores enemigos de la puntuación.

La lucha continuó durante unas cuantas horas. Entre una coma mal puesta y una frase que parecía el laberinto del Minotauro, tuve una revelación: el punto y coma es el héroe olvidado de la puntuación. Pone orden sin imponerse, suaviza sin interrumpir. Y, sin embargo, nadie lo respeta. Terminé a las cuatro de la mañana, con ojeras y una renovada admiración por ese pequeño signo. A las ocho, el cliente me escribió: «¿Y si revisamos de nuevo? Creo que las comas no están donde las imaginaba».

Cerré los ojos.

Y me prometí que, si alguna vez llegaba a existir el sindicato del punto y coma, yo sería la primera en afiliarme.

Y aquí estamos…

Más de Lia Troth próximamente.

(O no. Depende de cómo acabe el próximo encargo).